domingo, 20 de agosto de 2017

Eduardo Padilla

Imagen de Los inadaptados
¿Quién soy yo que silbo al vaciarme?
Eduardo Padilla

Eduardo Padilla (Vancouver, Canadá, 1973) es un poeta mexicano que cuenta con tres poemarios en el Archivo de Poesía Mexa: Zimbabwe (El billar de Lucrecia, 2006), Minoica (Bonobos / Conaculta, 2008), Mausoleo y áreas colindantes (Ediciones La Rana, 2012) y Un gran accidente (Bongo Books, 2017). Estamos ante un caso similar al de Omar Pimienta que veíamos el domingo pasado, pues el cuarto y último libro de Padilla, Blitz (filodeaballos / Conaculta, 2013) es el único que no está disponible en la red. Además, el espacio urbano contado en verso desde la distancia, como migrante, lo conecta con otros poetas de su generación como Gaëlle Le Calvez.
            Encontramos poemas de Padilla en Transtierros, Las afinidades electivas/ Las elecciones afectivas, Poetas del Fin del Mundo o la revista Crítica. Además, como también es habitual en la generación del setenta, destacan sus colaboraciones en Tierra Adentro o Letras Libres. Eva Karen lo entrevista en Letrina es mi ciudad. Las respuestas son tan socarronas como su obra: «No estoy seguro sobre motores cívicos. [...] En cuanto a patria: patria, patria, qué es patria. Es una carta en un juego de naipes. Sabes cuándo se usa, cuando el mandamás necesita que vayas a matar a alguien de a gratis, o que le des la mitad de tu sueldo».
            Zimbabwe (2006) se compone de una veintena de poemas breves (en su mayoría), bien estructurados, nítidos y autónomos. Los contrastes de la tradición clásica en una ciudad del siglo XXI se sirven del humor y del lenguaje más claro y coloquial para conectar directamente con quien lee y reflexionar nuevamente sobre qué es la poesía. El primer poema, «Caribdis ante la calvicie» sigue la forma de un examen de tipo test. Una pregunta breve (qué, cómo, cuándo, dónde...) va seguida de varias posibilidades, como antropólogo que disecciona la historia y sus minucias. «La dicción del libro tiene una cualidad telegráfica, una ambigüedad gangsteril, una dureza que a altas temperaturas se vuelve inesperadamente maleable», dice Luis Jorge Boone en Letras Libres. La plasticidad de los adjetivos satiriza las escenas grotescas de los contrastes sociales: «desde la masturbación encumbrada de sus asientos» (18). Aunque los versos ya son explícitos, en los títulos de los textos cabe la narración de un pequeño cuento, como vemos en «Sobre cómo tomar apuntes abruptos a bordo de un vehículo en movimiento, a muchos kilómetros por hora, y lograr que el resultado pueda confundirse con un texto de cierto interés histórico» (42). Un título así podría haber sido sustituido por la palabra «inexorable» pero esa sería entonces una «pésima idea», dice el autor en una nota al pie durante el transcurso de un poema que corre y se estanca como el tráfico metálico. Zimbabwe concluye con una especie de epílogo de Ángel Ortuño, titulado «Estoy tan enterado como cualquiera». Y es que «lo que este libro no es: ni la vieja tradición ni la nueva», dice Ortuño.
            Será precisamente Ortuño el que firme junto a Padilla el poemario Minoica (2008): una sátira de la actualidad poético-social. Karla Rangel lo reseña en Periódico de Poesía de la UNAM con estas palabras iniciales: «Cuando empecé a leer Minoica, esperaba otra cosa. Mi “deformación clásica” me llevó a suponer que los poemas contenidos en el libro se referirían a aquella antiquísima civilización griega o, por lo menos, al Minotauro». Minoica es, como Zimbabwe, un pretexto metafórico para unir puentes abstractos e implícitos. El suicidio, la violación, la masturbación, la infancia, los conflictos de intereses, el anonimato, la violencia en «en el trato de blancas / y maltrato de negras» (19), la muerte (destaca su auto-epitafio, 20) o la atrofia lectora son los temas de esta obra tan irreverente como, me parece, necesaria. Sin caer en el efectismo se acerca a quien lee con prisa, pero también a quien lo hace con pausa y en busca del fondo de esta lectura, a priori, superficial. Los paréntesis que piden recrear onomatopeyas o los guiones bajos que ocultan el texto (como especie de tachadura o borradura) hacen del significante contenedor de ricas y variadas posibilidades interpretativas. El libro está dividido en dos partes: «Minoica. Serpens Kaput» e «Ilecebra», firmadas por Padilla y Ortuño, respectivamente; sin embargo, el poemario como conjunto rezuma el despliegue tragicómico de una revisión grupal.
            Mausoleo y áreas colindantes (2012) se divide en ocho secciones que remiten a la verticalidad de un espacio artificial: «Pórtico», «Dormitorio», «Comedor», «Mausoleo», «Salón Heráldico», «Observatorio», «Capilla» y «Ático». La crítica a las miserias humanas, a las conspiraciones, a las disputas, al poder, a los compartimentos estancos, a los vacíos, a las aristas octogonales, a la frialdad de la rima se incorporan a estas prosas habitacionales. Sorprende el tercer epígrafe de «Guiño», del mismo Padilla: «Un epígrafe bien empleado es la mejor sirvienta de todas / E. Padilla» (39). Como resumen, en el «Poema elemental» advertimos, la simetría filosófica de quien, como Melchor Ocampo, se quiebra pero no se dobla:

El sol quema,
el agua fluye,
el viento corre,
la tierra gira. Ninguno
de estos cuatro puede evitarlo,
evitarse a sí mismo,
pero nada hay que nos indique que alguno de estos actores
(en el simple sentido de “acción”)
sea capaz de desear evitarlo.
Y es evidente: el sol quema a ciegas,
el agua fluye a secas,
el viento corre a tientas
y la tierra gira linealmente,
siendo su eje un supremo desenfado.
Ninguno, queda claro, debe afeitarse por las mañanas, y sufrir, en general.
O si se quiere, en particular—
engarrotamientos frente al espejo,
por ejemplo, para qué me afeito,
cuántas afeitadas me quedan,
debo temer o anhelar la cifra decreciente de rastrillos,
debería de detenerme tal vez,
dejar de afeitarme,
dejar de crecer barba,
dejar de crecer,
dejar decrecer,
es oneroso,
peor aún que ser un animal de carga es saberse un animal de carga (7-8).

            Un gran accidente (2017) roza el cuento fantástico que permite el poema. Y es ahí donde se moldea el lenguaje para que los fragmentos recompongan la vida en sociedad. Las imágenes de Ismael Velázquez Juárez de escenas aparentemente domésticas acompañan al relato en versos cuyas pausas las marca el blanco de página. Los poemas sueltos pueden mostrar desequilibrio, pero en conjunto se sostiene, me parece, la idea de cuestionar la tradición a partir de parodias certeras. Las asonancias son del yo interior que repite como un consomé en sus posos. La religión, la filosofía, la creación: todo está dicho «(y es cierto que me duele el culo / de tanto darlo todo por sentado)» (42). 
           Estamos, pues, ante un poeta joven que se asienta con humildad y talento en la bisagra del siglo XX y el XXI, es decir, entre la herencia renovada de quienes se forman en la universidad −y ofrecen en sus poemas la intertextualidad de sus clásicas y genuinas lecturas− y la proposición interdisciplinar del humor ácido que exprime y empapa la conducta social del individuo.

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